Impresiones de lectura, digamos, sin pretensiones críticas. Entonces: leer, leer, leer y, a veces, escribir. En una época en la que el blog es cada vez más el discreto territorio del “entre nos”, los invito a emprender un nuevo viaje entre palabras, porque creo con Valéry que “el universo solo existe sobre el papel”.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Bahía Blanca, de Martín Kohan

"Azar y cálculo"

Martín Kohan. Bahía Blanca. Buenos Aires: Anagrama, 2012, 276 pp.

Suerte de “diario” de un psicótico obsesivo, Bahía Blanca, de Martín Kohan narra la historia de una fijación, la de Mario Novoa –un apático profesor universitario- por su exesposa Patricia. Esta es, en un ejercicio de reconstrucción, una de las líneas argumentales que articulan la novela, pero Bahía Blanca es además un crimen sin resolver, una parodia borgeana, la Argentina en los bordes del siglo XXI, unas páginas de Ezequiel Martínez Estrada, el revés de Crimen y castigo y un entramado de intertextualidades con otras obras de Kohan.
Una impresión de siniestra oscuridad -en principio difusa, pero paradójicamente tangible- se instala en el lector desde las primeras páginas de Bahía Blanca: certeza de que algo anda muy mal aunque todavía no sepamos qué es lo que perturba. La exhibición de ese centro inquietante se demora y retarda su irrupción hasta la mitad del relato componiendo en su enunciación una bisagra que parte la novela y que obliga a reinterpretarla bajo una nueva mirada: es el momento en que el lector accede a las motivaciones de Novoa, entiende sus actos pasados y sospecha de los futuros.  
Tiempos y espacios se intersectan en el relato y lo organizan en planos que se recortan y fusionan: la estructura textual del “diario” en la que el criterio espacial sustituye al temporal como medida ordenadora y también los espacios materiales erosionados por el paso del tiempo aunque inmutables en el recuerdo vigilante y activo de Novoa son tan solo dos de los recursos que la novela propone. 
En un texto poblado de dobles y correspondencias casi siempre equívocas, resalta Bahía Blanca como permanencia. Luego de Arlt y de Borges ningún desplazamiento al sur es inocente en la literatura argentina: ciudad escondite, ciudad yeta, ciudad redentora, Bahía Blanca funciona como un espacio ambivalente en el que se abren y se cierran sentidos: lugar de una espera indolente primero, zona condensadora de un destino después. En el medio, Buenos Aires encarna para Novoa una cartografía en la que apenas puede sobreimprimir la felicidad pasada a la derrota presente al releer obsesivamente las huellas de lo que fue en lo que ya no es. Buenos Aires es el espacio que reclama una fuga: es la sede de la humillación, es el escenario del desmoronamiento y la disolución. Si hay una oportunidad para Novoa, si hay una mínima chance de lograr ese “destino consumado”, esa oportunidad estará en Bahía Blanca.
Si la figura de la espera marca el compás temporal que caracteriza la primera parte de Bahía Blanca, el acecho es la clave para entender la acciones de Novoa en Buenos Aires. Pero no hay capricho ni precipitación en esas acciones, por el contrario, cada movimiento, cada paso, es meticulosamente previsto en una geografía urbana que deviene ring. Como en Segundos afuera (2005) –quizá la mejor novela de Kohan junto con Dos veces junio (2002) y Los cautivos (2000)- el boxeo constituye una línea central en la figuración narrativa, pero en Bahía Blanca el box no es tan solo un argumento ni tampoco un protocolo de lectura sino que adquiere la impronta de un repertorio ético que organiza un sistema de pensamiento que guía y explica las acciones de Novoa y de Patricia: espera y ataque, tiempo y oportunidad, azar y cálculo para dar el mejor golpe en el momento justo, aunque no se gane.
Impecable en su escritura, precisa en su organización calculada, atravesada por ese humor perverso que es la marca de Kohan, Bahía Blanca puede ser pensada como una reflexión sin pretensiones moralizantes sobre el desamor, la posesión y los alcances de la culpa (o de su ausencia).

 
[Una versión más o menos igual de esta reseña puede leerse aquí]

Andrea Cobas Carral

lunes, 9 de abril de 2012

Mamá

En 1989, la maestra de séptimo nos pidió, ante la inminencia de las elecciones presidenciales, que buscáramos y leyéramos las plataformas de cinco partidos políticos. Esa semana, recorrí con mamá todos los comités, unidades básicas, ateneos y locales partidarios de Flores entusiasmada con la idea de votar algún día. Ya por entonces Menem me parecía un salvaje, Angeloz un boludo y la Izquierda unida un criptograma. Esa semana, mamá y yo hicimos un trato: cuando cumpliera 18 íbamos a ir juntas a votar (ella, como siempre, vestida en fanático rojo y blanco). Casi seguro que nuestros apellidos con “C” iban a tenernos en escuelas cercanas. Primero a votar, después a comer los ravioles a lo de los abuelos. Era un trato simple, casi banal si no se tratara de la Argentina que naufragaba al filo de los 80, era un pequeño acuerdo que nos unía en una familia de emigrantes que no votaban y que reafirmamos una y otra vez en los años siguientes. Era una cuestión de tiempo, solamente había que esperar a que la nena cumpliera 18.

Pero, ya se sabe, a veces el tiempo no se pone de nuestro lado. Nunca, en esos años, hubiera imaginado que mamá no iba a poder estar para cumplir su parte del trato. Ni en los peores momentos de su enfermedad creí realmente que mamá podía morirse. Era impensable, era imposible, era injusto, era intolerable. Quizá por eso soñé después tantas veces con una mamá que volvía en sueños para morirse otra vez en ellos, como en una pesadilla interminable y devastadora. Yo llegué a los 18 unos meses después de su muerte y hoy, no sé ni cómo, se cumplen 18 desde que no está. Hoy, como una bisagra, hace más vida que no la tengo que la vida que viví con ella. Darme cuenta fue una bofetada. Es el tiempo que diluye su voz, el contorno de su sonrisa, la textura de su piel. Es mi vida, también, que pasa. Es cada año con el que me acerco más a su última edad, como en una profanación, el que me aleja de aquella a quien conoció, a quien quiso, de aquella nena que quería ir a votar con ella y que le prometía regalarle con sus primeros sueldos un pasaje para que, al fin, conociera Galicia.  
No sé por qué escribo esto ni qué me lleva a hacer público un dolor que, en general, preferí siempre privado. Quizá sea mi manera torpe de decirle que no la olvido, que todavía me duele no tenerla, que ante cada decisión me pregunto qué dirías, mamá, y, secretamente, quiero que desde algún lugar me veas y estés orgullosa de tu nena, vos, mi único ángel guardián. 

Andrea Cobas Carral 

viernes, 1 de abril de 2011

Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro

Cansada de escuchar alabanzas sobre Murakami me decidí a leerlo. Por sus obvias resonancias literarias, Kafka en la orilla fue el título que más me sedujo en la mesa de pockets. Leo y espero la revelación, leo y espero caer atrapada en las garras de Murakami. Leo y espero, pero no pasa nada...

Alguien sabio me dice “para japoneses, mejor que Murakami, Ishiguro”. ¿Con qué se come? pregunto instalándome en mi más absoluta ignorancia respecto de cualquier cosa que exceda los estrechos límites del Cono Sur (Por qué soy tan desatenta con lo que creo que no me interesa...)

Investigo. Me entero de que este japonés puede ser considerado, en verdad, un escritor inglés. Solo encuentro halagos sobre su obra: dudo (¿otro Murakami?). En castellano, lo publica Anagrama: dudo, si cabe, un poco más. Voy a leerlo, pero estoy decidida a ser impiadosa: no a empezar por su novela “más grosa” ni tampoco por la que tenga el título más oscuramente seductor entre los oscuramente seductores títulos de Ishiguro. Voy a empezar por la primera de todas, sopesar  a un escritor en esa puerta de entrada al campo cultural que es todo texto de comienzo.

Consigo –no sin esfuerzo-, Pálida luz en las colinas (1982). Leo y no hace falta que espere demasiado: sin darme cuenta, estoy atrapada en las garras de Ishiguro. Pálida luz en las colinas es una novela de un equilibrio perfecto. Perturbadora por lo que muestra, pero mucho más por lo que calla. Sus páginas exhiben la ruina que deja la guerra y lo hacen mostrando la profunda violencia que se esconde tras la cortesía. Novela femenina, novela familiar. Novela de madres e hijas. Y de hombres, más o menos, ausentes. Vidas en espejo que el recuerdo presenta, pero que no explica. Japón, América, Inglaterra. Mundos en tensión, órdenes que se disuelven, existencias que pierden su marco de referencia. Y la muerte, siempre, como centro del relato.

Hacía mucho que la lectura de un texto no me provocaba esa sensación física de gran malestar y desasosiego. Hay algo siniestro en las páginas de la novela, algo amenazante que, quizá, se filie con la certeza de que el desastre se avecina, impresión que solo cede cuando nos damos cuenta de que el texto ya nos situó, desde su inicio, en el centro de la devastación.  

Podrán imaginar que ya conseguí el resto de las novelas de Ishiguro. Aquí me esperan, componiendo una colorida pilita en mi biblioteca. No sé cuándo podré leerlas (sospecho que pronto).

Por este tipo de descubrimientos es que amo la literatura.

Andrea Cobas Carral

jueves, 10 de febrero de 2011

Desarticulaciones, de Sylvia Molloy

Desarticulaciones, de Sylvia Molloy (Eterna cadencia, 2010).

Hay mucho para mí profundamente perturbador en el breve texto de Sylvia Molloy. Desarticulaciones puede ser leído –si me permiten el desliz decimonónico- como un implacable registro de las consideraciones de una narradora que toma nota del progresivo deterioro sufrido por su colega, amiga y antigua amante, M. L., enferma de Alzheimer. Más que una novela, entonces, es el “diario” o el “cuaderno” de una observadora inclemente. Desarticulaciones indaga sobre los mecanismos de la memoria y del lenguaje, pero también es la puesta en texto de la sombría perspectiva que proyecta la soledad.

Al leer, cada lector traza su propio itinerario guiado por obsesiones y fantasmas. Mis obsesiones, mis fantasmas –ya saben- son más o menos siempre los mismos. Qué recuperar de Desarticulaciones tras una única lectura. Elijo dos cosas. La primera se vincula con la enfermedad. Ciertamente, el impacto de Desarticulaciones reside en que el Alzheimer no se ensaña con una linda abuelita que súbitamente olvida su ternura ni con un hosco viejo dulcificado por los efectos de la enfermedad. En el texto de Molloy, quien pierde la memoria es una crítica literaria, una mujer habituada a trabajar con el lenguaje y con el recuerdo. El relato se demora en la enumeración de sus olvidos. La serie incluye, junto con los trazos de su firma o su número telefónico, el nombre de Borges, ese autor que ocupó un lugar central en la labor profesional de la crítica y que es una de las claves en su relación con la narradora. De algún modo, el texto plantea a M.L. como el reverso paródico de Funes, el memorioso, pero también como el reverso de sí misma: de quien no piensa, pero tiene una memoria total, a quien ya ni piensa ni tampoco recuerda. En este punto, Desarticulaciones tiene la fuerza de una advertencia que lo desestabiliza todo.

La segunda cuestión se vincula con una pregunta que subyace en cada página y que, de a poco, cobra cuerpo, adquiere un espesor que la vuelve densa, indigerible: “qué va a quedar de nosotras cuando tu memoria nos haya olvidado” se pregunta incesante la Molloy que narra y que registra, en cada fragmento, la disolución de aquella vida en común mientras emergen en su memoria otros recuerdos, pinceladas de su niñez, frases en desuso, restos de un pasado que creía perdido. Ese paralelismo, en un sentido, inverso –la que no puede dejar de olvidar/la que no puede dejar de recordar- muestra ante el lector los complejos mecanismos de construcción de la memoria al tiempo que exhibe los escombros de una identidad –y de una historia- hecha añicos. Así, no solo la memoria y la lengua de M. L. se desarticulan, también –entre murmullos rulfianos- el presente de la narradora se diluye al perder su anclaje en esa Otra imprescindible para delinear los contornos de su propia vida y de una memoria compartida. 

Para la narradora entonces no queda más que asumir la paradoja que la letra le propone: fijar a través de la escritura ese mundo en descomposición, pero al costo de anular aquello que, en continua mutación y por su esencia, es imperioso preservar para dar cuenta de lo que se va.

Andrea Cobas Carral

lunes, 7 de febrero de 2011

8 textos latinoamericanos que me partieron la cabeza


Hace tres años me invitaron a participar en uno de esos "memes" que a veces circulan en el mundo blogger. La consigna consistía en hacer una lista de 8 cosas que por algún motivo el autor considerara relevantes. Como no podía ser de otro modo, decidí seleccionar mis ocho  textos de cabecera. Aquellas microlecturas resultaron ser, en seis años, mis únicas palabras en un universo de citas. Creo que recuperarlas hoy aquí es un debido gesto inaugural: 

8 textos latinoamericanos que me partieron la cabeza: 

1) Facundo de Domingo Faustino Sarmiento (1845): Parafraseando a David Viñas, la literatura argentina nace con el rosismo. No hay mejor ejemplo que el Facundo para darle cuerpo a esa afirmación. El texto de Sarmiento -escrito durante su exilio chileno, pensado como instrumento contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas- retoma una dicotomía de larga tradición que, desde ese momento, va a partir como una cuchillada a la cultura argentina: civilización/barbarie. No está de más recordar aquella interpelación formulada por Borges: qué habría sido de los argentinos si en lugar de hacer del Martín Fierro nuestra biblia hubiéramos seguido la tradición sarmientina. “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?” interroga Ricardo Piglia desde las páginas de su novela Respiración artificial publicada en 1980 en plena dictadura. No es casual, claro, que muy cerca incluya esa provocación que ya forma parte de nuestra historia literaria: Borges fue el último escritor argentino del siglo XIX.
2) Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla (1872): 1872: preside nuestro país Domingo Faustino Sarmiento. Mansilla -sobrino sanguíneo de Juan Manuel de Rosas y principal propulsor de la candidatura presidencial de Sarmiento- en lugar del ansiado y prometido Ministerio de Guerra recibe por su apoyo una subcomandancia en la frontera con el indio. Sí, totalmente de acuerdo: éramos pocos y el “entre nos” funcionaba a la perfección. Como imaginarán, se avecina el desastre. Mansilla se corta solo y decide hacerles una visita a los indios ranqueles que habitan “tierra adentro”. El texto de ese viaje –al menos el texto literario, porque hay otro –militar- en el que Mansilla cuenta una historia muy distinta- se publica por entregas en la prensa nacional. Inolvidable escena en la que Mansilla sueña a Sarmiento, a estas alturas el padre indiscutible de la civilización, disfrazado de indio, o aquella otra en que los ranqueles saludan al Presidente recordándole que son argentinos. Ranqueles es, junto con la primera parte del Martín Fierro de José Hernández, un texto escrito contra Sarmiento. Es la puesta en tensión de las ideas de civilización y barbarie, es un desafío que Sarmiento perdona (no tendrá igual suerte Hernández), es un texto exquisito y, creo, injustamente olvidado. No se mueran sin leer Ranqueles.
3) Pot-pourri de Eugenio Cambaceres (1881): Primera novela argentina, Pot-pourri es sorprendente y lo es porque rompe con todo lo que un lector promedio podría esperar hacia 1880. Cambaceres es un exponente indiscutible de “la generación del 80”, esa que cultivó un naturalismo xenófobo a la medida de las urgencias de la élite nacional. Sus tres novelas posteriores, publicadas entre 1884 y 1887, lo filian con esa vertiente de la literatura nacional pero Pot-pourri lo salva de ser uno más –sin duda el mejor- de su generación. Junto con Juvenilia de Miguel Cané, Pot-pourri es el best seller indiscutido de esos años: vende algo más de 1100 ejemplares (a no confundirse: el “Harry Potter” nacional del XIX fue el Martín Fierro con más de 60.000 copias en unos pocos años –a esto hay que sumarle su difusión oral: todavía pueden encontrarse en el interior del país gauchos aggiornados que recitan sus Cantos de memoria-). En Pot-pourri se exhiben todas las lacras pero –he aquí la gran diferencia- no son los inmigrantes quienes llevan en la sangre el estigma de la inmoralidad, la pulsión por el engaño: la mirada de Cambaceres –durante años Diputado Nacional- recae sobre su propia clase (no en vano esta novela circuló en su primera edición como un texto anónimo): “El oropel también relumbra” puede leerse en las páginas de Pot-pourri.
4) Ficciones de Jorge Luis Borges (1944): sin duda es el libro que más veces leí. Durante mucho tiempo tuve la cábala de viajar siempre con una edición de Ficciones que regalé hace unos años en una visita a Barcelona. “Qué te llevarías a una isla desierta” me preguntaron una vez. “El tomo 1 de las Obras Completas de Borges” respondí renunciando en ese acto al título de reina del carnaval. La mía con Borges es una historia de desencuentros. La primera vez que lo leí, lo odié (con 14 años, Historia universal de la infamia es un huesito duro de roer). Tardé mucho en volver a intentarlo. Ya andaba por los 20 cuando una tarde de verano -mientras tomaba unos mates en el patio de nuestra casita en San Bernardo luego de una jornada de playa- se me dio por leer Ficciones (era insostenible que una estudiante argentina del segundo año de Letras siguiera ignorando a Borges). El deslumbramiento que me produjo “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” fue superado por la conmoción de esa pregunta incontestable que encierra “La biblioteca de Babel”: “Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?”. Como afirma Sylvia Molloy en el que quizá sea el mejor estudio crítico sobre Borges: “Se escribe y se lee el texto borgeano en la inseguridad, en el filo donde se conjuga y a la vez se disgrega el lenguaje.”
5) Pedro Páramo de Juan Rulfo (1955): Fabulosa historia de amor, esta novela signada por murmullos y fantasmas me demostró que hay muchos modos de narrar la violencia. Cuando daba literatura latinoamericana en quinto año del secundario, incluí un par de veces la novela de Rulfo: la reacción de los chicos frente a un texto inasible y que se les resistía valía el esfuerzo. Me acuerdo de la mañana en que una de las mejores alumnas del curso me esperó en la puerta del aula y me dijo bajito, con un extraño brillo en los ojos: “No me diga que están todos muertos…” Me gusta imaginar que aquel diálogo entre sombras resuena todavía en algún sitio.
6) En la masmédula de Oliverio Girondo (1956): En 1995, Adolfo Bioy Casares dio una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras. Entre las múltiples preguntas –que casi invariablemente tuvieron como eje su relación con Borges- una indagó en el rechazo que ambos manifestaron por la obra de Girondo. La respuesta de Bioy fue contundente: “Si tuviéramos algunos ejemplares de la poesía completa de Girondo y los repartiéramos entre el público, ustedes se podrían dar cuenta por sí mismos.” Yo, que asistí cholula al encuentro, cursaba el CBC y no tenía ni idea de quién era Girondo. Un año después, ya en la carrera -y en el marco de la materia “Teoría y análisis literario”- tuvimos En la masmédula como objeto de análisis. Yo que por esa época bien podría haber definido mi idea de poesía cantando con Darío “y muy siglo XVIII y muy antigua” quedé desahuciada –esa es la palabra- frente a los poemas de Girondo. Primero, no podía concebir que eso fuera poesía; segundo, no podía imaginar que fuera posible extraer algún sentido de un verso como “ah la piel cal de luna de tu trascielo mío que me levitabisma”; tercero, frente a tal panorama, me las veía muy negras para aprobar Teoría... Pasaron los años, se sumaron lecturas y Girondo se convirtió en una referencia a la que siempre vuelvo. Uno de los mejores regalos que me brindó internet fue escuchar una madrugada de invierno la profunda voz de Oliverio recitando “El pentotal a qué”.
7) Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (1967): La historia es breve: me negaba a leer esta novela y leía frenéticamente cuanto texto de García Márquez se me presentara sólo para confirmar el desagrado que su lectura me producía. Un día se me acabaron los argumentos: leí Cien años de soledad. No puedo agregar nada más. Sólo que ya nos van sobrando los epígonos.
8) Estrella distante de Roberto Bolaño (1996): Ni Los detectives salvajes ni 2666: yo me quedo con Estrella distante, pequeña y perfecta obra maestra: todo el universo Bolaño se condensa en sus 120 páginas. Cuando en 1997, Celina Manzoni incluyó en el programa de Literatura latinoamericana II esa novela, nadie, en ningún lugar, leía a Bolaño. Tuve la suerte de cursar esa materia. Tengo la suerte de que Celina –una de las lectoras más inteligentes de Bolaño- dirija mi tesis doctoral. Todavía me acuerdo de la tarde en la que, haciendo tiempo para ir al teórico de Latinoamericana, me entretuve en la Biblioteca de Filo leyendo Estrella distante como para “adelantar trabajo”. No me pregunten qué pasó después, sólo recuerdo que no pude parar de leer, que fui al teórico y no cerré el libro, seguí leyendo y leyendo, sigo y sigo leyendo a Bolaño. Y así será. Hay placeres de los que no conviene privarse.
Andrea Cobas Carral

Palabras, palabras, palabras

Después de casi seis años citando para ustedes lo que otros escriben, creo que ha llegado la hora de compartir algunos apuntes personales de lectura. Impresiones, digamos, sin pretensiones críticas. Entonces: leer, leer, leer y, a veces, escribir. En una época en la que el blog es cada vez más el discreto territorio del “entre nos”, los invito a hacer conmigo un nuevo viaje entre palabras porque creo con Valéry que “el universo solo existe sobre el papel”.

Andrea Cobas Carral