Impresiones de lectura, digamos, sin pretensiones críticas. Entonces: leer, leer, leer y, a veces, escribir. En una época en la que el blog es cada vez más el discreto territorio del “entre nos”, los invito a emprender un nuevo viaje entre palabras, porque creo con Valéry que “el universo solo existe sobre el papel”.

jueves, 10 de febrero de 2011

Desarticulaciones, de Sylvia Molloy

Desarticulaciones, de Sylvia Molloy (Eterna cadencia, 2010).

Hay mucho para mí profundamente perturbador en el breve texto de Sylvia Molloy. Desarticulaciones puede ser leído –si me permiten el desliz decimonónico- como un implacable registro de las consideraciones de una narradora que toma nota del progresivo deterioro sufrido por su colega, amiga y antigua amante, M. L., enferma de Alzheimer. Más que una novela, entonces, es el “diario” o el “cuaderno” de una observadora inclemente. Desarticulaciones indaga sobre los mecanismos de la memoria y del lenguaje, pero también es la puesta en texto de la sombría perspectiva que proyecta la soledad.

Al leer, cada lector traza su propio itinerario guiado por obsesiones y fantasmas. Mis obsesiones, mis fantasmas –ya saben- son más o menos siempre los mismos. Qué recuperar de Desarticulaciones tras una única lectura. Elijo dos cosas. La primera se vincula con la enfermedad. Ciertamente, el impacto de Desarticulaciones reside en que el Alzheimer no se ensaña con una linda abuelita que súbitamente olvida su ternura ni con un hosco viejo dulcificado por los efectos de la enfermedad. En el texto de Molloy, quien pierde la memoria es una crítica literaria, una mujer habituada a trabajar con el lenguaje y con el recuerdo. El relato se demora en la enumeración de sus olvidos. La serie incluye, junto con los trazos de su firma o su número telefónico, el nombre de Borges, ese autor que ocupó un lugar central en la labor profesional de la crítica y que es una de las claves en su relación con la narradora. De algún modo, el texto plantea a M.L. como el reverso paródico de Funes, el memorioso, pero también como el reverso de sí misma: de quien no piensa, pero tiene una memoria total, a quien ya ni piensa ni tampoco recuerda. En este punto, Desarticulaciones tiene la fuerza de una advertencia que lo desestabiliza todo.

La segunda cuestión se vincula con una pregunta que subyace en cada página y que, de a poco, cobra cuerpo, adquiere un espesor que la vuelve densa, indigerible: “qué va a quedar de nosotras cuando tu memoria nos haya olvidado” se pregunta incesante la Molloy que narra y que registra, en cada fragmento, la disolución de aquella vida en común mientras emergen en su memoria otros recuerdos, pinceladas de su niñez, frases en desuso, restos de un pasado que creía perdido. Ese paralelismo, en un sentido, inverso –la que no puede dejar de olvidar/la que no puede dejar de recordar- muestra ante el lector los complejos mecanismos de construcción de la memoria al tiempo que exhibe los escombros de una identidad –y de una historia- hecha añicos. Así, no solo la memoria y la lengua de M. L. se desarticulan, también –entre murmullos rulfianos- el presente de la narradora se diluye al perder su anclaje en esa Otra imprescindible para delinear los contornos de su propia vida y de una memoria compartida. 

Para la narradora entonces no queda más que asumir la paradoja que la letra le propone: fijar a través de la escritura ese mundo en descomposición, pero al costo de anular aquello que, en continua mutación y por su esencia, es imperioso preservar para dar cuenta de lo que se va.

Andrea Cobas Carral

lunes, 7 de febrero de 2011

8 textos latinoamericanos que me partieron la cabeza


Hace tres años me invitaron a participar en uno de esos "memes" que a veces circulan en el mundo blogger. La consigna consistía en hacer una lista de 8 cosas que por algún motivo el autor considerara relevantes. Como no podía ser de otro modo, decidí seleccionar mis ocho  textos de cabecera. Aquellas microlecturas resultaron ser, en seis años, mis únicas palabras en un universo de citas. Creo que recuperarlas hoy aquí es un debido gesto inaugural: 

8 textos latinoamericanos que me partieron la cabeza: 

1) Facundo de Domingo Faustino Sarmiento (1845): Parafraseando a David Viñas, la literatura argentina nace con el rosismo. No hay mejor ejemplo que el Facundo para darle cuerpo a esa afirmación. El texto de Sarmiento -escrito durante su exilio chileno, pensado como instrumento contra la dictadura de Juan Manuel de Rosas- retoma una dicotomía de larga tradición que, desde ese momento, va a partir como una cuchillada a la cultura argentina: civilización/barbarie. No está de más recordar aquella interpelación formulada por Borges: qué habría sido de los argentinos si en lugar de hacer del Martín Fierro nuestra biblia hubiéramos seguido la tradición sarmientina. “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?” interroga Ricardo Piglia desde las páginas de su novela Respiración artificial publicada en 1980 en plena dictadura. No es casual, claro, que muy cerca incluya esa provocación que ya forma parte de nuestra historia literaria: Borges fue el último escritor argentino del siglo XIX.
2) Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla (1872): 1872: preside nuestro país Domingo Faustino Sarmiento. Mansilla -sobrino sanguíneo de Juan Manuel de Rosas y principal propulsor de la candidatura presidencial de Sarmiento- en lugar del ansiado y prometido Ministerio de Guerra recibe por su apoyo una subcomandancia en la frontera con el indio. Sí, totalmente de acuerdo: éramos pocos y el “entre nos” funcionaba a la perfección. Como imaginarán, se avecina el desastre. Mansilla se corta solo y decide hacerles una visita a los indios ranqueles que habitan “tierra adentro”. El texto de ese viaje –al menos el texto literario, porque hay otro –militar- en el que Mansilla cuenta una historia muy distinta- se publica por entregas en la prensa nacional. Inolvidable escena en la que Mansilla sueña a Sarmiento, a estas alturas el padre indiscutible de la civilización, disfrazado de indio, o aquella otra en que los ranqueles saludan al Presidente recordándole que son argentinos. Ranqueles es, junto con la primera parte del Martín Fierro de José Hernández, un texto escrito contra Sarmiento. Es la puesta en tensión de las ideas de civilización y barbarie, es un desafío que Sarmiento perdona (no tendrá igual suerte Hernández), es un texto exquisito y, creo, injustamente olvidado. No se mueran sin leer Ranqueles.
3) Pot-pourri de Eugenio Cambaceres (1881): Primera novela argentina, Pot-pourri es sorprendente y lo es porque rompe con todo lo que un lector promedio podría esperar hacia 1880. Cambaceres es un exponente indiscutible de “la generación del 80”, esa que cultivó un naturalismo xenófobo a la medida de las urgencias de la élite nacional. Sus tres novelas posteriores, publicadas entre 1884 y 1887, lo filian con esa vertiente de la literatura nacional pero Pot-pourri lo salva de ser uno más –sin duda el mejor- de su generación. Junto con Juvenilia de Miguel Cané, Pot-pourri es el best seller indiscutido de esos años: vende algo más de 1100 ejemplares (a no confundirse: el “Harry Potter” nacional del XIX fue el Martín Fierro con más de 60.000 copias en unos pocos años –a esto hay que sumarle su difusión oral: todavía pueden encontrarse en el interior del país gauchos aggiornados que recitan sus Cantos de memoria-). En Pot-pourri se exhiben todas las lacras pero –he aquí la gran diferencia- no son los inmigrantes quienes llevan en la sangre el estigma de la inmoralidad, la pulsión por el engaño: la mirada de Cambaceres –durante años Diputado Nacional- recae sobre su propia clase (no en vano esta novela circuló en su primera edición como un texto anónimo): “El oropel también relumbra” puede leerse en las páginas de Pot-pourri.
4) Ficciones de Jorge Luis Borges (1944): sin duda es el libro que más veces leí. Durante mucho tiempo tuve la cábala de viajar siempre con una edición de Ficciones que regalé hace unos años en una visita a Barcelona. “Qué te llevarías a una isla desierta” me preguntaron una vez. “El tomo 1 de las Obras Completas de Borges” respondí renunciando en ese acto al título de reina del carnaval. La mía con Borges es una historia de desencuentros. La primera vez que lo leí, lo odié (con 14 años, Historia universal de la infamia es un huesito duro de roer). Tardé mucho en volver a intentarlo. Ya andaba por los 20 cuando una tarde de verano -mientras tomaba unos mates en el patio de nuestra casita en San Bernardo luego de una jornada de playa- se me dio por leer Ficciones (era insostenible que una estudiante argentina del segundo año de Letras siguiera ignorando a Borges). El deslumbramiento que me produjo “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” fue superado por la conmoción de esa pregunta incontestable que encierra “La biblioteca de Babel”: “Tú, que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?”. Como afirma Sylvia Molloy en el que quizá sea el mejor estudio crítico sobre Borges: “Se escribe y se lee el texto borgeano en la inseguridad, en el filo donde se conjuga y a la vez se disgrega el lenguaje.”
5) Pedro Páramo de Juan Rulfo (1955): Fabulosa historia de amor, esta novela signada por murmullos y fantasmas me demostró que hay muchos modos de narrar la violencia. Cuando daba literatura latinoamericana en quinto año del secundario, incluí un par de veces la novela de Rulfo: la reacción de los chicos frente a un texto inasible y que se les resistía valía el esfuerzo. Me acuerdo de la mañana en que una de las mejores alumnas del curso me esperó en la puerta del aula y me dijo bajito, con un extraño brillo en los ojos: “No me diga que están todos muertos…” Me gusta imaginar que aquel diálogo entre sombras resuena todavía en algún sitio.
6) En la masmédula de Oliverio Girondo (1956): En 1995, Adolfo Bioy Casares dio una conferencia en la Facultad de Filosofía y Letras. Entre las múltiples preguntas –que casi invariablemente tuvieron como eje su relación con Borges- una indagó en el rechazo que ambos manifestaron por la obra de Girondo. La respuesta de Bioy fue contundente: “Si tuviéramos algunos ejemplares de la poesía completa de Girondo y los repartiéramos entre el público, ustedes se podrían dar cuenta por sí mismos.” Yo, que asistí cholula al encuentro, cursaba el CBC y no tenía ni idea de quién era Girondo. Un año después, ya en la carrera -y en el marco de la materia “Teoría y análisis literario”- tuvimos En la masmédula como objeto de análisis. Yo que por esa época bien podría haber definido mi idea de poesía cantando con Darío “y muy siglo XVIII y muy antigua” quedé desahuciada –esa es la palabra- frente a los poemas de Girondo. Primero, no podía concebir que eso fuera poesía; segundo, no podía imaginar que fuera posible extraer algún sentido de un verso como “ah la piel cal de luna de tu trascielo mío que me levitabisma”; tercero, frente a tal panorama, me las veía muy negras para aprobar Teoría... Pasaron los años, se sumaron lecturas y Girondo se convirtió en una referencia a la que siempre vuelvo. Uno de los mejores regalos que me brindó internet fue escuchar una madrugada de invierno la profunda voz de Oliverio recitando “El pentotal a qué”.
7) Cien años de soledad de Gabriel García Márquez (1967): La historia es breve: me negaba a leer esta novela y leía frenéticamente cuanto texto de García Márquez se me presentara sólo para confirmar el desagrado que su lectura me producía. Un día se me acabaron los argumentos: leí Cien años de soledad. No puedo agregar nada más. Sólo que ya nos van sobrando los epígonos.
8) Estrella distante de Roberto Bolaño (1996): Ni Los detectives salvajes ni 2666: yo me quedo con Estrella distante, pequeña y perfecta obra maestra: todo el universo Bolaño se condensa en sus 120 páginas. Cuando en 1997, Celina Manzoni incluyó en el programa de Literatura latinoamericana II esa novela, nadie, en ningún lugar, leía a Bolaño. Tuve la suerte de cursar esa materia. Tengo la suerte de que Celina –una de las lectoras más inteligentes de Bolaño- dirija mi tesis doctoral. Todavía me acuerdo de la tarde en la que, haciendo tiempo para ir al teórico de Latinoamericana, me entretuve en la Biblioteca de Filo leyendo Estrella distante como para “adelantar trabajo”. No me pregunten qué pasó después, sólo recuerdo que no pude parar de leer, que fui al teórico y no cerré el libro, seguí leyendo y leyendo, sigo y sigo leyendo a Bolaño. Y así será. Hay placeres de los que no conviene privarse.
Andrea Cobas Carral

Palabras, palabras, palabras

Después de casi seis años citando para ustedes lo que otros escriben, creo que ha llegado la hora de compartir algunos apuntes personales de lectura. Impresiones, digamos, sin pretensiones críticas. Entonces: leer, leer, leer y, a veces, escribir. En una época en la que el blog es cada vez más el discreto territorio del “entre nos”, los invito a hacer conmigo un nuevo viaje entre palabras porque creo con Valéry que “el universo solo existe sobre el papel”.

Andrea Cobas Carral