Impresiones de lectura, digamos, sin pretensiones críticas. Entonces: leer, leer, leer y, a veces, escribir. En una época en la que el blog es cada vez más el discreto territorio del “entre nos”, los invito a emprender un nuevo viaje entre palabras, porque creo con Valéry que “el universo solo existe sobre el papel”.

lunes, 9 de abril de 2012

Mamá

En 1989, la maestra de séptimo nos pidió, ante la inminencia de las elecciones presidenciales, que buscáramos y leyéramos las plataformas de cinco partidos políticos. Esa semana, recorrí con mamá todos los comités, unidades básicas, ateneos y locales partidarios de Flores entusiasmada con la idea de votar algún día. Ya por entonces Menem me parecía un salvaje, Angeloz un boludo y la Izquierda unida un criptograma. Esa semana, mamá y yo hicimos un trato: cuando cumpliera 18 íbamos a ir juntas a votar (ella, como siempre, vestida en fanático rojo y blanco). Casi seguro que nuestros apellidos con “C” iban a tenernos en escuelas cercanas. Primero a votar, después a comer los ravioles a lo de los abuelos. Era un trato simple, casi banal si no se tratara de la Argentina que naufragaba al filo de los 80, era un pequeño acuerdo que nos unía en una familia de emigrantes que no votaban y que reafirmamos una y otra vez en los años siguientes. Era una cuestión de tiempo, solamente había que esperar a que la nena cumpliera 18.

Pero, ya se sabe, a veces el tiempo no se pone de nuestro lado. Nunca, en esos años, hubiera imaginado que mamá no iba a poder estar para cumplir su parte del trato. Ni en los peores momentos de su enfermedad creí realmente que mamá podía morirse. Era impensable, era imposible, era injusto, era intolerable. Quizá por eso soñé después tantas veces con una mamá que volvía en sueños para morirse otra vez en ellos, como en una pesadilla interminable y devastadora. Yo llegué a los 18 unos meses después de su muerte y hoy, no sé ni cómo, se cumplen 18 desde que no está. Hoy, como una bisagra, hace más vida que no la tengo que la vida que viví con ella. Darme cuenta fue una bofetada. Es el tiempo que diluye su voz, el contorno de su sonrisa, la textura de su piel. Es mi vida, también, que pasa. Es cada año con el que me acerco más a su última edad, como en una profanación, el que me aleja de aquella a quien conoció, a quien quiso, de aquella nena que quería ir a votar con ella y que le prometía regalarle con sus primeros sueldos un pasaje para que, al fin, conociera Galicia.  
No sé por qué escribo esto ni qué me lleva a hacer público un dolor que, en general, preferí siempre privado. Quizá sea mi manera torpe de decirle que no la olvido, que todavía me duele no tenerla, que ante cada decisión me pregunto qué dirías, mamá, y, secretamente, quiero que desde algún lugar me veas y estés orgullosa de tu nena, vos, mi único ángel guardián. 

Andrea Cobas Carral